En el punto culminante de unos años convulsionados por las
Guerras Carlistas que asolan la mitad norte del país y las crecientes tensiones
desatadas en el resto de la sociedad española de aquel momento, el aislado y
apacible pueblo sureño de Villamar, se levanta ajeno, anclándose en tierras
desérticas que atesoran su anquilosado e imperturbable pasado, recogiéndose al
abrigo de un mar en calma, sosegado entre las preciadas cuentas de un largo
rosario que reza pausado el devenir de sus gentes. Paulatinamente, la serenidad
que les embarga se va resquebrajando, primero con la inaudita llegada de Stein,
un forastero alemán que ha acabado naufragando sin rumbo aparente en aquellas
soleadas dehesas, donde encuentra un reparador refugio para su solitaria
estampa. Stein cautiva de inmediato a los humildes paisanos, a los que dedica
sus cuidados y remedios, vendando sus heridas y remendando sus lamentos. Más
tarde, la prodigiosa voz de María despierta los sentidos de Stein, que queda totalmente
embelesado y atrapado en la entrelazada cuerda que da la nota idónea a sus
acordes. Es entonces cuando la tempestad remonta con el bravo oleaje que
conduce a Marisalada a pisar con
firmeza las tambaleantes tablas de distinguidos teatros, que vibran clamorosos
ante su privilegiado y poderoso canto, alzándola hasta tocar con la punta de
sus dedos las nubes del cielo, engalanadas por los pomposos peldaños de su
escalera triunfal. Sin embargo, sus días de gloria irán decayendo tras el telón
de los compases del olvido, alejándose así del ostentoso palco presidido por
grandes personalidades pertenecientes a una predilecta aristocracia española,
que vela constantemente para perpetuar su invariable legado, el cual se halla
prendido con ahínco en los tupidos bordados de las mantillas que definen el
color sombreado del mapa social.
“La gaviota” nos presenta entre sus páginas una novela
arraigadamente costumbrista, en la que una enraizada y fervorosa tradición
popular andaluza sumada a unas estrictas convicciones religiosas, nos van
tejiendo el tapiz de una época adoctrinada bajo un culto conservador a la vez
que excluyente en torno a las nuevas tendencias europeas, que aletargaba a la
mayoría de la población española del siglo XIX, mientras una selecta minoría formada
por las clases más elevadas, se contoneaba entre sobrecargadas florituras
expuestas en el tono obsoleto de sus antepasados. La autora, Cecilia Böhl de
Faber y Larrea, con un lenguaje claramente moralista, nos muestra un lienzo
detalladamente pintado entre lo divino y lo terrenal, donde la virtud o la
maldad caracterizan simbólicamente a sus personajes y en el cual vemos
representadas a las mujeres en su pasivo papel tradicional, guardado bajo el
yugo del silencio y muy lejos todavía de poder siquiera intuir el paisaje
exterior al otro lado de la ventana, observado aún desde su propio claustro
interior.
*Reseña: Raquel Victoria