Azotadas por la
violenta furia del mar y mecidas, constantemente, entre la rompiente espumosa
de las olas, encontramos las desdichadas almas errantes de Teresa y Esperanza.
Ellas son madre e hija, y ambas habitan una existencia aislada, al margen de
aquello que les rodea; viven solapadas en su orfandad y su desgracia, olvidadas
del mundo que las desampara; moran despojadas de todo y despreciadas por todos,
en su humilde cabaña pintada con la amarga postal del cuadro de la miseria. Sin
embargo, aquella soledad interior que las abruma, que recorre cada uno de los
parajes gallegos en aquella triste aldea de pescadores que las encierra, se
tornará con los plateados barrotes de un hombre sin escrúpulos que moldeará sus
días de exuberante riqueza y, al mismo tiempo, de gélido desconsuelo que lloran
sus alas quebradas. A partir de entonces, el tormento en forma de rabiosa
tempestad sumirá a las protagonistas en un pesar continuo, que las llevará a
destapar aureolas veladas por las tinieblas que esparce la noche, descubriendo
así insólitos y tapizados secretos familiares.
“La hija del mar”
nos traslada a aquella Galicia remota en el siglo en el que vivió la propia
autora. Unas tierras en las que Rosalía de Castro nació y donde ha sabido
reflejar, con palpable sutileza, el melancólico lamento de sus gentes
engullidas por un clima adverso y padeciendo, además, grandes penurias tras los
gemidos espontáneos de la mar que les arropa. La autora, por medio de un lenguaje
metafórico, descriptivo y, en ocasiones, complejo, va desplegando la esencia de
la poesía, impregnándola en su prosa y combinándola, a su vez, con los matices
de una naturaleza salvaje e indómita dispersada por los más recónditos senderos
del entorno rural gallego. Nos muestra, nítidamente, las infundadas creencias
de los lugareños y su ceñida mentalidad, circunstancias que, en muchos casos y
ante la aparición de temores difundidos por la sinrazón imperante de aquel
momento, les guiaban a agarrase, con inusitada fuerza, a cualquier signo
supersticioso que pudieran entrever. Asimismo, nos revela, dejándonos observar
por la mirilla que nos regala el tiempo transcurrido, la denigrante situación
vivida por las protagonistas, así como por una mayoría de mujeres que tuvieron
que asentarse detrás de los umbrales de aquella época que, concienzudamente,
las exprimía. Escudriñando baldosas de suntuosa ostentación pero tras un balcón
cerrado a cal y canto, y convertidas en señoras con vaporosos vestidos, en
cambio, están enclaustradas para el capricho varonil; suavemente, levantamos
ese opaco velo de un capricho que blandía el yugo masculino, dejando a la mujer
bajo sus pies y totalmente desharrapada. La voz de Rosalía de Castro nos
susurra, en esta novela de tinte místico, dada la fervorosa influencia
religiosa del momento, retazos de la condición femenina, en un siglo XIX
cargado de discriminación y prejuicios, y, sobre todo, abre sensiblemente
nuestra mirada al profundo e inexplorado precipicio que forman las más tenebrosas
tragedias. Sin albergar ningún tipo de dudas, la autora disipa las nieblas
cubiertas, adelantándose dos pasos por delante a un tiempo marchito que
aprisiona, y sonsacando una bella narrativa atravesada por las corrientes del
más hondo dramatismo.
*Reseña: Raquel Victoria