Una insólita e imponente ciudadela resguarda férrea y
perpetuamente el clamor de las voces femeninas, erigiendo con su firme
presencia las bases del conocimiento y la adelantada intelectualidad de las
mujeres. Un extenso paisaje nutrido por un rebosante abanico de ideas, va
brotando entre los recovecos de las paredes de la habitación de Cristina, que
poco a poco comienzan a convertirse en altas murallas solapadas bajo la
esponjosa nube del techo celeste y que albergan una completa y uniforme
sabiduría femenina, contenida entre bellos edificios construidos en la fe de la
igualdad. Allí, al abrigo de los muros, valerosas damas educadas en la
constancia, caminan sin titubeos, lejos de caer entre los dominios masculinos y
cerca de buscar su propio refugio en una ciudad indómita donde sus nombres
sobrevuelan todos los horizontes explorados. Desde reinas audaces que con su
ingenio levantaron imperios, navegando además entre las turbulentas aguas que
continuamente inundaban de conflictos los primeros albores del Mundo Antiguo,
hasta míticas heroínas de cánones perfectos que eclipsaban la mirada, o incluso
aguerridas mujeres que portaron con orgullo la dorada armadura del valor junto
al sexo opuesto, sin olvidar a las que fueron rodando por las escaleras del
martirio y dejando un escalón privilegiado para aquellas que demostraron
inequívocamente que las dotes para desarrollar sus talentos no eran signos
únicamente varoniles, puesto que desde el principio de los tiempos las mujeres
habían destacado buceando entre ciencias, artes y letras, e incrustando
fielmente sus ribeteadas huellas ahora, en esas pulidas losas que comenzaban a
formar con radiantes piedras preciosas apiladas unas junto a otras, afianzando
así los inquebrantables pilares de un lugar suyo, singular y sólido, donde
solamente sus propias tablas han de dictar las reglas, compuestas en un
interminable hilo bordado por las palabras de unas damas que ascienden con
fuerza innata hasta tocar con su analítica reflexión, la teja más elevada de la
cúpula del saber. La eterna ciudad de las damas va construyéndose a través de
las saetas que marcan el pausado y paulatino devenir del tiempo, el cual va
recorriendo guiado por haces de luz y contornos de sombra, los indicadores de
un sendero que se bifurca con el paso de los siglos y se cruza con las virtudes
del legado de las damas, desembocando después en las calles de las mujeres que
afloran resplandecientes, consolidándose a su vez consigo mismas en su interior
y forjándose en la ciudad esculpida por los platillos de la igualdad,
equiparados en idéntico peso de logros y capacidades.
“La ciudad de las damas” nos muestra un reflectante espejo
que retrata el esplendor de cultas damas medievales y nos refleja también a
versadas mujeres de la Antigüedad con una instruida retórica diseminada en el
amplio saber de su tiempo. Del mismo modo, nos adentra a través de un afilado
marco en la mujer de la sociedad medieval, donde era considerada inferior al
varón en cualquier tipo de ámbito y vivía enclaustrada bajo su absoluto dominio
y resignado calvario, con un destino entretejido entre la rueca y el huso. La
autora, con un lenguaje denso y metafórico, nos habla entre párrafos de la
edificación de un inexpugnable cobijo para las mujeres, donde libremente puedan
vivir y actuar de acuerdo a sus principios y tomando sus propias riendas, dando
a conocer su gloriosa inteligencia y reivindicando su talento natural más allá
de las curvas femeninas e implícito en las órdenes del conocimiento y el aprendizaje,
en una época en la que la institución eclesiástica las adoctrinaba en un
incansable esfuerzo de enturbiar constantemente la mente femenina, centrada
exclusivamente en la sumisión y la procreación. Cristina de Pizán escribió esta
esclarecedora obra precursora del feminismo y lo hizo aprisionada entre los
incuestionables márgenes de la Baja Edad Media, rompiendo los estáticos bordes
del pergamino y llegando hasta nuestro presente con un nítido mensaje
totalmente innovador y avanzado para intentar transformar mentalidades, en
aquellos convulsos momentos que sumergían sus polvorientos días rozando el alba
de un siglo XV que llamaba herejía a cualquier pensamiento que escapara de la
recta línea estipulada, trasladando sin tapujos nuestra imaginación hasta esa
idónea ciudad donde prevalecen grabadas las perseverantes letras del
reconocimiento femenino.
*Raquel Victoria