La casa del Barrio Papista
aparece difuminada entre las creencias y convicciones protestantes que forman
el rígido contorno estrellado de la ciudad de Delft. Griet, a sus dieciséis
inocentes años, entrará a servir en esa casa y atravesará vacilante el umbral
de una vida condenada a bajar siempre la mirada ante los demás. Sin embargo,
sus largos días de servidumbre, extrema obediencia y exenta de sus propios
derechos, dejarán atrás sus frustraciones para abrirse paso ante un mundo
desconocido e inexplorado para ella, un espacio misterioso y absorbente, donde
la luz y los colores cobran vida, arrebatando la belleza tras la retina
paciente del pintor.
A pesar de los numerosos
reproches del resto de esta nueva familia o de la malicia meditada de Cornelia,
Griet encontrará ese lugar donde sentirse a gusto consigo misma, donde él
únicamente la ha dejado penetrar a ella, donde ha aprendido a observar
minuciosamente todos los objetos que llenan el estudio y a pasar todas las cosas
por un fino filtro y poder verlas y palparlas con suma delicadeza, al trasluz
del propio marco que las oprime. Con paso lento pero firme, Griet destapará las
telas de su rutina, combatiendo sus deseos más secretos entre los canales que
Delft le había asignado y el modelado universo que flota relajado sobre ellos,
soñando despierta con la pureza del arte que la percibe iluminándola con los
radiantes colores que van captando el enigmático escondite de ser ante todo
ella misma, alejada de los prejuicios que le salpican como grandes gotas de
lluvia que nunca cesan, porque la punta más nítida de su estrella perlada,
acabará guiando su eterna mirada.
“La joven de la perla” nos cuenta
con detalle la dura y complicada vida cotidiana de muchas doncellas holandesas
en la plenitud del siglo XVII, las cuales en muchas ocasiones tenían que sufrir
los abusos a los que sus señores indignamente las sometían. Ellos se creían sus
amos, humillándolas sin un ápice de culpabilidad y con un aplastante poder bajo
su esquiva conciencia. La pintura de un maestro, Johannes Vermeer, es
perpetuada a cada trazo en estas líneas, subrayadas en un interpretativo
lenguaje en el que la autora aúna arte y literatura para traspasar los aceites
del óleo y enseñarnos el lienzo oculto de Griet, llevándonos a imaginar esa
otra cara vendada detrás de la penumbra del retrato, vislumbrándonos a una
mujer de clase humilde caminando hacia un desdichado destino en una época donde
las diferencias sociales eran latentes a cada pequeño instante y donde las
señoras aplacaban sus propios fuegos tratando a sus criadas por debajo de estos
mismos rescoldos. La armonía y los sentidos combinan la transparencia en una
obra de arte que nos abruma con deleite en el rítmico movimiento que va
enmarcando el natural y profundo brillo que enriquece su proceso creativo.
*Reseña: Raquel Victoria