La
bruma va cubriendo sin respiro el árido paisaje turolense, mientras el peor de
los inviernos va cobrando una intensidad hasta entonces desconocida. Tomás,
Fina y Teresa vagan solos, rumbo a ninguna parte, dándonos la mano para
enseñarnos el cielo que ellos ven, ahora totalmente velado por nubarrones cada
vez más grises. A través de su voz todavía tímida somos testigos de la
desgarradora separación de tres hermanos, revolvemos entre los escombros que
deja la sangrienta batalla, encontrando tan sólo un vacío entre recuerdos
enterrados tras losas de añoranza.
Seguimos
los titubeantes pasos con los que son arrastrados los protagonistas, en una
injusta vida carente de razonamiento alguno, arrancados sin miramientos de su
dulce niñez, zarandeados de aquí para allá y rasgados en jirones sus tejidos
más latentes, sabiendo que ya jamás pasarán el portal de una inocencia rota que
se la ha tragado un tiempo de desdicha y de desgracias comunes que no entiende
de edad.
Sin
embargo, cuando el hambre consume el aliento y el desesperado dolor de las
pérdidas se clavan como una lanza de frío helado en el corazón, el instinto de
supervivencia brota exhalando una insólita fuerza de resistencia ante el
caótico momento.
“Muñecos
de hielo” simboliza con certera realidad, la cruenta pesadilla que les tocó
vivir a infinidad de niños y niñas en nuestra guerra civil. La soledad y las
ausencias dejarían resquebrajadas sus vidas de ahí en adelante y ni siquiera la
distancia de los años dejaría que el olvido tapara las cascadas de su llanto.
La autora nos despliega un pensamiento infantil, entrañable y que a la vez nos
conmueve, haciéndonos bucear constantemente entre el poso emotivo de nuestro
pasado más cercano, cortándonos muchas veces la circulación y congelándonos la
sangre al contemplar el horror de una ingenuidad que nos roza y nos hiere en la
memoria.
*Reseña
de: Raquel Victoria