“Este es el libro
más querido para mí por ser tan salvadoreño como Cenizas de Izalco, aunque con
el agravante de ser santanero, como diría Roque”.
Luisa y la gitana
Luisa y la gitana
eran muy amigas. Desde que Luisa era pequeña se le aparecía en sueños y juntas
emprendían aventuras insólitas. Al principio Luisa tenía miedo. Era muy
atrevida la gitana y la metía a menudo en cada aprieto. Jamás se olvidaría
Luisa de la vez que la llevó a un mercado que parecía oriental y la convenció
para que robara tres o cuatro collares de cuentas de colores y unos brazaletes
dorados. La dueña de la mercancía, que tenía pelo larguísimo y estaba vestida
con unos pantalones bombachos y una blusa bordada en lila, las había seguido
por innumerables laberintos y Luisa se despertó gritando y juró nunca más
volver a robar.
A la gitana le
impacientaba el miedo de la muchacha y a veces pasaba meses sin visitarla. Una
vez pasó varios años sin hacerlo. Fue cuando a Luisa le dio por tener hijos.
“Te has puesto boba”, le dijo, “no me interesa más”.
Se aparecía así, de
repente, con sus faldas chillonas y sus aretes largos. Cuando Luisa pintaba se
volvió a reanudar la amistad. La gitana la animaba a que siguiera y le empezó a
dictar poemas de amor. Como no sabía escribir se los dictaba a Luisa, que
siempre, el nomás despertar, los apuntaba en un cuaderno que era especial para
eso.
Barajando recuerdos
Barajando recuerdos
me encontré con el tuyo.
No dolía.
Lo saqué del estuche,
sacudí sus raíces
en el viento,
lo puse a contraluz:
Era un cristal pulido
reflejando peces de colores,
una flor sin espinas
que no ardía.
Lo arrojé contra el muro
y sonó la sirena de mi alarma.
¿Quién apagó su lumbre?
¿Quién le quitó su filo
a mi recuerdo-lanza
que yo amaba?
Quiero ser todo en el amor
Quiero ser todo en el amor
el amante
la amada
el vértigo
la brisa
el agua que refleja
y esa nube blanca
vaporosa
indecisa
que nos cubre un instante.